Sus oídos latían al ritmo del corazón. Su pecho subía y bajaba pesadamente, sintiendo el aire entrar y salir por su nariz. Se sentía... hipersensible, era consciente de las miles de sensaciones que provocaba el simple acto de respirar. El aire caliente, las caricias ocasionadas por éste en la parte superior de los labios y estaba segura que, incluso, podía detectar las microscópicas partículas arremolinándose furiosamente.
Los párpados los encontraba extremadamente pesados, hasta llegó a pensar que los tenía pegados. De a poco, fue descubriendo extrañas sensaciones en los dedos de las manos... en los brazos, luego los pies, las piernas. Sentía el aire que la rodeaba, cada ligera y mínima brisa que chocaba contra su cuerpo, casi imperciptiblemente. Podía visualizar con precisión la textura de su piel, cada línea, cada arruga, mancha e imperfección.
Repentinamente sintió los abrasadores rayos del sol golpeando contra sus párpados. La pesadez de éstos se desvaneció tan rápido como la aparición del alba. Los abrió lentamente y maravillada contempló cómo los colores retornaban.
Despertó en un nuevo mundo creado, totalmente distinto, de colores y pasiones, donde no hay tiempo para destruir, y por lo tanto, tampoco para crear otra vez, donde sólo existe el presente. Escuchó atentamente la risa de los niños, la gente hablando, pasos, todos sonidos potencialmente bellos. Contempló los destellos de la luz con nuevos ojos, intentando mantener y guardar en su memoria los colores, los movimientos, incluso el sonido que ésta provocaba.
Se sentía en un estado de rèverie del que, sabía, no podría volver. Pero no le importó. Recordó aquel objeto en sus manos, sonrió pensando lo tonta que era al olvidarlo. Disfrutó las nuevas sensaciones que esta sonrisa le brindaba.
La luz y sus rayos cegadores comenzaron a llenar la habitación. Sentía que iba a explotar. Se aferró a su rosario de sueños, acarició las cuentas sin reprimir la sonrisa del rostro.
Se sintió renovada, una extraña conexión la unía con el resto del universo, la sentía una prolongación de su cuerpo, no estaba segura donde comenzaban sus extremidades ni donde terminaban. El suelo de madera, lleno de astillas, el cielorraso con manchas de humedad, los agujeros en la pared, las blancas cortinas, sucias y raídas, todo era hermoso. Se sentó y apoyó ambos pies fuera de la cama, en la alfombra. Escuchó el roce, disfrutó la suavidad de la nueva alfombra, reciente adquisición en su habitación. Estaba inquieta, no podía quedarse allí, afuera la esperaba toda una ciudad agitada, llena de problemas, ruidos, historias, pasados, presentes y porvenires, con todas sus inquietudes e indecisiones, toda su libertad. Estaba extasiada con solo pensarlo. No bajó las escaleras a gran velocidad, no, bajó flotando, prácticamente no podía recordar como había llegado desde su cuarto hasta la puerta de su edificio, ya en la vereda de baldosas sucias. Pero no pudo mover ni un solo paso más. Miles, millones, de sensaciones la atacaron. Sabía que a dos cuadras estaban introduciendo una llave en el picaporte en el piso 4, sentía, en el mismo y exacto segundo que esto sucedía, el viento arremolinarse alrededor de aquella pelota de básquet que pretendía golpear sobre el asfalto unos segundos más tarde, al mismo tiempo que aquel robusto hombre mordía con la quijada completamente abierta un enorme sándwich de jamón, queso y tomate. Al segundo siguiente sintió un aleteo por allá en el parque, mientras una bocina hacía eco en la calle. Estaba conciente de que estaba presenciando cada pequeño acto de la vida, cada acción que definen nuestro día, que lo diferencian del de ayer y el de mañana. Esos hechos desapercibidos y despreciados fácilmente. Se sintió plena nuevamente.
Escuchó claramente la orden que se le imponía, una voz profunda y calma.
Pide un deseo. Se tentó al oír algo tan estúpido y fácil de responder. Abrió la boca y sintiendo las vibraciones de sus cuerdas vocales contestó con voz melódica, llena de dicha:
Seguir respirando ¿Qué más puedo pedir?
Abrió los ojos y la penumbra la abrumó.