No podía respirar, el pulmón le ardía, falto de oxígeno. Los músculos le pedían a gritos un descanso, pero aún así continuó corriendo en la oscuridad, sin atreverse a mirar hacia atrás. Sentía su presencia cerca y eso le bastaba para sentir un escalofrío recorrer todo el cuerpo y apurar aún más el paso. Cada tanto tropezaba con las raíces de los árboles pero rápidamente se levantaba, desesperado en seguir la huida. Dedos de madera afilados y puntiagudos le arañaban la cara, dejando cicatrices, sin embargo, no prestó atención a las heridas ni al dolor, decidido a salir a salvo del bosque. Quería gritar y pedir ayuda pero sabía que nadie acudiría y que además delataría su posición, encontrándose así rodeado en un abrir y cerrar de ojos. No obstante, la desesperación lo embargaba y el cuerpo le temblaba de pies a cabeza.
Tanto tiempo había planeado la escapada. Demasiado estuvo permitiéndoles tomar lo que quisieran a su gusto. Un día le robaban el corazón, jugaban con él y lo usaban para su beneficio y diversión. Otro, tomaban un pedazo de su cerebro así no podía pensar ni entender lo que sucedía a su alrededor. Luego decidieron que no debía envejecer nunca por lo que tomaron parte de su piel. Un pulmón, un oído, un poco de esto y más de aquello, nunca parecían satisfacerse. Finalmente decidió escaparse esa misma noche cuando escuchó que le quitarían el alma, así no le quedaría nada, estaría vacío, nulo, hueco. Tal vez no le quedaba mucho cerebro para entender lo que había escuchado a escondidas, o tal vez su único oído había malinterpretado lo que las deformes voces planeaban entre carcajadas, tan maltrecho que se encontraba. Pero no estaba dispuesto a perder lo único de lo que realmente era dueño, no iba a permitirles robarla sin antes luchar por ella.
Mientras estos pensamientos inundaban cada parte de su ser, la carrera a la libertad no se detenía. Había perdido la noción del tiempo, no sabría calcular cuanto llevaba ya corriendo y tampoco tenía idea donde se encontraba ni adonde se dirigía. Sólo sabía que su vida ahora dependía de sus piernas. Ahogó un grito de triunfo al observar que cada vez los árboles eran menos y que a lo lejos éstos se disipaban marcando el límite del bosque.
A duras penas recorrió los últimos metros, pero se paró en seco al observar que no había ninguna ruta ni camino. En su lugar se encontró con que un oscuro y profundo acantilado lo esperaba. Entonces lo comprendió, lo esperaba. Se acercó al borde, sonriendo al escuchar los lejanos gritos de sus carceleros al enterarse de sus intenciones. La dicha lo llenaba, hasta podía decir que se encontraba eufórico, sensación que no sentía hacía años. Al final del acantilado lo esperaba la libertad. Cerró los ojos, disfrutando una fuerte ráfaga marina que le alborotó los cabellos y dio el último salto.